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Ya solo susurraban al oído, solo murmuraban y nadie podía entenderles, pero a mí me gustaba pensar que se decían cosas bonitas y dulces, que se llamaban
amor, que de letra en letra se enviaban besos chocolateados y arrugaditos, besos de siempre, de los que tenían guardados en la vieja caja de hojalata de los besos susurrados.
Pasado el tiempo daban igual las rosas o las ligas, a pesar de que ella seguía ciñéndoselas cada mañana a los muslos.
No se les había perdido el cariño, quizás sí la pasión, pero aún la miraba con esos ojos de niño, ya grises y viejos, aunque aún tenían el brillo claro y puro al mirar las finas arrugas de su Pepita.
La mirada de ella decía que a pesar de que no seguía poseyendo la fuerza en sus brazos, era su protector; su tejado en la tormenta, el amarre en la marejada.
La sobreprotección de las manos de Antonio sobre ella, aunque a veces le ahogaban ligeramente la libertad, otras veces eran una almohada en el suelo, su apoyo y cariño.
Si Antonio hubiese querido ir a la China en barca, ella hubiese estado dispuesta a remar todo el camino.
Un ligero y rápido beso colmó la mejilla de Pepa.
Mi sonrisa superó el brillo de la llama de la hoguera que adormilaba la habitación con su suave tono. Hacía mucho que no veía tal cercanía física.
Me día la vuelta y abandoné a la pareja en silencio.
Demasiada realidad para mis imposibles.