Que dolor.
Y yo sola en la estación. Sin él. Todo lo que me dijo era verdad. Soy una estúpida cobarde que no afronta los problemas... quizás sí. O quizás lo que no se afrontar es el amor.
Mis lágrimas se mezclaban con la lluvia sobre mis mejillas. Tenía el pelo empapado y la maleta en la mano. Demasiado duro mirar hacia atrás, demasiado duro verme ahí abandonada, y también mirar al futuro.
Otra vez a empezar de cualquier manera para volver una noche más a irme a hurtadillas con los zapatos en la mano, el café hirviendo, la cuenta corriente y la maleta en la mano.
Y en ese momento una mano rozó mi hombro calado de desilusiones. Pensé que era Enrique, que volvía a por mí en su bólido rojo, que se había enterado pero que me perdonaba, que quería pasar el resto de sus días junto a esta farsante que ya no lo sería más.
Al girarme descubrí a un simpático pelirrojo con pecas salpicadas como golpecitos de sol sobre sus mofletes, con la sonrisa abierta para mí y un puente a una nueva aventura en sus ojitos de color verde dolar.
-Te vas a resfriar.
Le sonreí
-Déjame que te ayude con esa maleta.Tengo la calefacción encendida y dos tazas de café, ¿te apuntas?
De camino a su coche tiré la foto de Enrique que llevaba en el bolsillo en una papelera, junto a un papel de chicle y el billete de autobús.
Nunca he sido una buena chica, pero no podéis culparme, lo único que me enseñó mi padre fue a pisar el acelerador en el ibiza de un pelirrojo y a despedirme de él por el retrovisor.
Como siempre acababa sucediendo.
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