De hojas de marfil, puños de nata, pétalos de amapolas y cantos de cigarras, llegó ella empapada de una costilla y repetidamente hermosa. Suave perfil de bambú y ojos de aceite de oliva.
¡Vaya locura tras siete días!
Locura de belleza y derrame de suavidad que desprendía la niñita de tierno color café, Eva.
Sus caderas formaban cataratas de cera derretida olor vainilla, resbaladizos poros de vainilla al aire libre, y ella, tapada con una hoja que olía a hierba fresca.
Su pelo era color arena mojada a orillas del mar y ondeaba como las mismas olas, se dejaba llevar por las gotitas de viento que desprendía su sonrisa pendiente de perlas de cal y arena.
Tenía manos cuales ramitas de olivo, finas, delicadas y olor aceituna.
Abrió los ojos y saltaron chispas de sus pestañas, el sol dejó que un rayo se deslizase por la superficie de sus ojitos marrones, que se resbalase por sus lágrimas e hiciera que brillasen al son de cada anochecer.
Tenía humor en cada uña y pelo, en cada diente y en cada mirada, sonrisas y caras estrañas, burlas y carcajadas hacían de ella maravilloros remolinos de sonrisas y abrazos.
Le tomó de la mano y le enseño uno a uno los rincones que compartirían juntos, las historias que les rodearían, a quienes crearían juntos y el césped que acunaría a estos. Le mostró su piel transparente para que pudiera ver cómo se aceleraba su corazón cada vez que aparecían esos preciosos hoyuelos en su cara.
Y su cuerpo, vivo, caliente y en plena acción, agitación y entusiasmo de tenerla tan cerca, de sentir cómo su piel interactuaba con sus labios, cómo eran dos piezas que encajaban perfectamente.
Él jamás había creado algo tan perfecto como ella.