María caminaba despreocupada por el paseo.
Era de noche, y una fina llovizna cubría su cara, sus manos, sus hombros... había decidido salir así, sin chaqueta siquiera, aunque aún fuera principios de primavera. Tenía sed de verano. Tampoco había cogido su iPod, porque tenía esa canción en la cabeza y llevaba el pulso con los pies pese a que llevaba todo el camino intentando evitarlo, tenían vida propia y se movían al ritmo de la melodía. No llevaba los cascos, porque esa noche quería escuchar las olas desvanecerse como fantasmas agotados sobre la arena, como guerreros derrotados, como una mujer tras un orgasmo, como su saliva sobre los labios. Su cabeza se movía de un lado al otro, dejándose llevar por la brisa, que a pesar de ser suave y limpia, a María se le antojaba fuerte, poderosa, incontrolable, y entonces su pelo empezaba a ondear al rededor de su rostro.
Una mano agarró firmemente su antebrazo y le paró en seco. María asustada miró hacia atrás y le vio. Ella era impredecible, incluso habían empezado a gustarle las sorpresas desde que ella se había interpuesto entre sus planes de futuro y la realidad. Era tan linda, tan terriblemente linda, que con solo ver su perfil cortando las gotitas de agua, ya se le había abierto una sonrisa en medio de la dichosa cancioncilla de su mente. De repente se borró todo. Todo. Todo. Y solo estaba ella, sus labio inferior carnoso empujando al superior fino y puntiagudo, su nariz delgada pero con forma, sus ojos oscuros, grandes y achinados, sus pestañas largas y morenas, y su pelo ondulado y castaño.
Ella era así, linda, sin maquillaje siempre, con coleta o sin ella, en tirantes o en pelotas.
Era perfecta.