Sentada en un retrete de mala muerte (como siempre), sentía que no meaba, solo caía tequila de mis entrañas. Me sobraba tequila y mi cuerpo lo despreciba.
Ya despreciaba el alcohol, quién llenó mis horas con sonrisillas tontas y felicidad. Y ahora se vá.
Mis finas y delicadas piernas temblaban al estar en cuclillas y mis rodillas parecían cascabeles en la navidad.
El suelo era pegajoso y negro, y aún así acababa de estar desbordándo lágrimas ahí sentada y me daba igual. No había papel y tuve que saltar un poco.
Todo el mundo se movía muy rápido y me miraba. Ponía caras extrañas, e incluso habia quienes llevaban gorros de fiesta en la cabeza. No conocía a nadie ni me hubiera gustado conocer, es más, empezaban a asustarme.
Salí a la calle para apartarme de la gente y respirar aire puro pero los muchachos de los gorros me seguían. Mis rodillas seguían temblando y daba tropezones de losa en losa. Había monstruos a mi alrededor con caras feas y horribles cuerpos y todos se movían hacia mí. Querían comerme.
Los chicos de los gorros también se convirtieron en monstruos horribles que me seguían y chillaban.
Empecé a correr con mis zapatos, luego tuve que quitármelos y los monstruos de los gorros me agarraron por los brazos, zarandearon y llevaron hasta un rincón alejado de bichos inmundos que querían chupar mi sangre.
Les agradecí su labor, pero en ese mismo momento me quedé fría: ellos me estaban quitando la ropa. ¡También querían chuparme la sangre!
A partir de ahí no volví a volar enre harina dulce.
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