Ella también fue marchitándose a sí misma, al principio sin darse cuenta fue con la gente menos conveniente, después, con el tiempo, supo realmente que no seguía a nadie, que era un alma libre. Ese alma necesitaba de alcohol para sobrevivir.
Ahí no se quedaba la cosa: comía, comía y comía. No importaba si era pecado o no. Después de todo, ¿Qué importaba? Si todo lo bueno era pecado, ella no se privaría de vivir en placentera plenitud.
Y aunque la avisara y le informara de que Él no se andaría con tonterías, le ignoraba. Salía de la cama cada noche, sin preocuparse por quién se quedaba solo cuando ella se retiraba al retrete. Salía tambaleándose por la puerta y se dirigía a cualquier lugar, apartado del sol, a cualquier lugar donde se encontrase su animal preferido.
Vivió en una nube de respetable inocencia hasta cierto tiempo y cuando pasó ese tiempo en el que la inocencia se pierde, Él no dudó en tomar medidas.
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