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viernes, 19 de junio de 2009

Expectantes palomitas de vida

El asfalto era el colmen de la vida, que rebosaba por todas y cada una de las calles de la ciudad, surcando mares de zapatos y ruedas ensangrentadas de calor, se resbalaba cual manta por toda la superficie de cada rincón.

Me encontraba sentada esperando a mi madre en la puerta del teatro, con una camisa blanca prácticamente desabrochada por el calor y unos baqueros preciosos. Me incomodaban un poco los zapatos de tacón azules marino, pero aguantaría hasta que ella llegara en la bala gris de plomo.

Hice la cuenta de cuantas personas podían pasar por aquella concurrida avenida, aquel cruce desmesuradamente transitado y la acera del teatro, en diez minutos, cada tres se me olvidaba cuantos iba y volvía a empezar.
Luego dejé de contar cuantas personas y me dediqué a cuantas mujeres con niños... pero me dí cuenta de que contaba también a los niños y si llevaba al marido del brazo, también.
Empecé de nuevo con hombres y entonces me dí cuenta, así que dejé de contar cuantos hombres y me fijé en cuántos mantenían la mirada fija en mí, me fijé en el sentido de sus miradas cual Edward Cullen que lee las mentes y descubrí un mundo entero de emociones que nunca habría notado de no ser por el sobrante de tiempo que guardaba en mi bolsillo, y la verdad, mi culo se incomodó y deseó salir corriendo de ese centro de miradas obscenas por un momento.

Había de todo, pero lo que no olvidaré serán esas miradas tiernas de mujeres a las que sonreía, mujeres que caminaban tranquilas sin preocupación ninguna, aunque había otras mujeres que me miraban con recelo, como si les molestara tantísimo que hubiese olvidado que existían los primeros botones de la camisa, me miraban con envidia de bruja.
Había miradas tranquilas y miradas dubitativas, y las de los hombres, que me atrevo a aventurar que serían un 90% eran de intriga e incluso deseo en la mayoría, de pasión o de vergüenza, de duda pero con entusiasmo.
Seguía todas y casa una de las que me seguían.


El mundo caminaba mientras yo lo observaba, el mundo no se inmutaba pero sentía mi mirada fija en él y por mucho que no se quisiera dar la vuelta y hacer oídos sordos, me miró y en ese momento volví a la realidad, me sumergió en él y volví a formar parte de la película en vez de un expectador intrigado.
Me subí al coche.

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